lunes, 5 de mayo de 2008

El día del Azufre

Hoy desperté caminando por la calle.

Sí, quizás suene extraño, pero no parece tan ilógico después de que un auto que pasa sobre una fosa de barro cumpla función de una alarma deletérea.

No desperté antes, pues ayer me acosté tarde por razones personales…mejor dicho por una mala apreciación personal. Fue culpa de una chica desordenada que de lejos parecía sensual. De cerca el tequila hizo su trabajo.

Como dije, fue un auto y un mal despertar, e irónicamente una grosería por parte del chofer del Mercedes que reemplazó mi ducha matinal por aquel dulce rocío. Su cara de estrés y prepotencia me recordó al señor Piñera, no sé por qué.

Y mi fito descansaba en mi casa luego de haberse averiado. Por lo mismo, con mi nuevo atuendo de lunares café, caminé a tomar mi Mercedes, mi lujo personal, que nunca puedo dármelo, pues requiere de mucha paciencia, mucha inversión de tiempo que no tengo ahora. Alcé mi mano para que este se detuviera en el paradero, después de haberlo esperado más de media hora. Con el mejor de mis ánimos subí escalón tras escalón, y con una mirada sutil el chofer me dijo – Buenos días caballero – y yo en mi interior grité - ¿¡¿¡¿¡BUENOS DÍAS, BUENOS DÍAS!?!?!? – y de mis ojos brotaron balas que rompieron bruscamente la expresión benevolente del chofer, al que, sin embargo, respondí con la cabeza gacha y con una mueca falsísima un buenos días, sólo por cortesía.

Sentado y pensativo empecé a enumerar que cosas me hacían falta, además del trabajo que el maldito de mi jefe me dijo que necesitaba lo antes posible - que poca importancia ya tiene -, y me di cuenta de que me hacía falta algo poco importante en ese momento: El poeta que más de alguna vez dijo sus rimas de rapero en tono ceremonioso en ese pequeño pasillo. Recuerdo perfectamente haberlo visto hace unos años insultando a una bella durmiente a la que denominó dulcemente “Claudia Schiffer de cartón”. Mi sonrisa se acrecentaba de sólo recordarlo. Pues me faltaban él y otros que ofrecían las últimas de las últimas ofertas, o simplemente algún trovador que tocaba sus canciones inaudibles al viento.

Ya estaba llegando, cuando vi hacia la entrada de la micro una abuela bastante elegante, hedionda a perfume francés y delicadamente pintarrajeada. Se sentó a mi lado, y sacó de su cartera “El Extranjero” de Camus, y lo comenzó a leer. Yo le pregunte si gustaba de la literatura existencialista. Ella con cara de autómata se puso de pie, indiferente, y se sentó en otro de esos demacrados muebles de cuero, al lado de la ventana, y se quedó mirando el paisaje. Pareció ser que gustaba en exceso del existencialismo y en especial de ese libro.

Extrañado, recordé que bajaba en dos cuadras más, entonces rayé el vidrio con mi dedo un “¡Límpiame!” que quedó estampado sobre el vapor, y bajé. Tropecé con un heladero y quedé más extrañado, pues hacía bastante frío, ayer había llovido.

Sí, recuerdo cada gota de la lluvia de ayer, que veía a través del vidrio contiguo a la puerta de entrada de aquel bar en el que me emborraché. Que bueno que recuerdo solamente eso.

De pequeño he gustado de la lluvia, el ambiente que forma, su textura, su sonido, su esencia melancólica, que absurdamente yo absorbo. Y ayer me tragué a esta última entera, acompañado de un exquisito tequila sunrise y aquella mujer, a la que relaté todas mis penas y experiencias de vida. Tiene que haber estado muy ebria para haber escuchado todo mi testamento depresivo, o quizás era una mujer comprensiva. En fin, ya poco importa.

Caminé apresurado hacia la puerta del edificio, donde debería estar trabajando ahora y subí corriendo hasta el tercer piso, a la oficina 35 si no me equivoco, y entré. Me encontré con mi jefe de frente en la recepción de la oficina, y severo me dijo – Señor Sepúlveda, ya es la duodécima vez que llega atrasado. Sus ojeras expelen y fermentan en alcohol. Esto no puede suceder en nuestra empresa. ¡Está despedido!- y yo le respondí un sonoro “¿Sabe qué? ¡Váyase a la chucha!” y baje caminando con un aire pseudo-victorioso hacia fuera de ese maldito y repugnante edificio. De solo recordarlo me produce nauseas. Entonces respiré profundo el aire contaminado de la metrópolis y pareció relajarme aquella carga excesiva de smog en mis pulmones. A pesar de que había llovido el día de ayer, el cielo no se había limpiado totalmente, de hecho se pensaba que iba a ocurrir una lluvia ácida. Habría experimentado una melancolía ácida.

En ese minuto me pregunté, ¿Qué hago ahora?, y decidí ir a refugiarme al café de un amigo al que estimo mucho. Se llama Carlos. Él tiene una obsesión gigante por el café, de hecho se nota hasta en su piel.

Entre al café, saqué un cuaderno que era propiedad de la empresa, en la que ya no trabajaba, por lo mismo no me iba a servir más, saqué un lápiz de mi bolso y comencé a escribir. Carlos se acercó y me dijo - ¡Buena perro! ¿Cómo ‘tamos? – y yo le dije en tono irónico que estaba luciendo una nueva moda, como podía notarlo. Él no me dijo más y trajo mi café favorito, el de vainilla. Mis bigotes quedaron impregnados del cuerpo espumoso de esa exquisitez, y mi pluma se cargó de cafeína y voló por el papel. Entonces yo escribía y entró una mujer que me parecía conocida. Pantalones rotos, pelo desgreñado, chaqueta de cuero y mirada desafiante. ¡Era ella! ¡La mujer ebria o comprensiva del bar!

Y en aquel momento la recordé en la mañana, con su rostro azufroso bajo mis sábanas, y con sus ropas atrevidas ordenadas sobre una silla. Como dije antes, no desperté hasta el asunto del auto, pues me levanté en una pesadilla real. ¡Maldición!, no podía ser tan mala mi suerte.

La salude agitando mi mano abierta desde lejos. Su sonrisa, sus ojos y sus manos arrugadas me respondieron y apretaron mis tripas, y pareció que por un segundo iba a hacer devolución del café a su taza. Aquella mujer que me seguía mirando con la misma mirada que con la que entró al café, podría perfectamente pasar por mi madre o mi abuela. No aguanté, me levanté y corrí de ese café hacia el metro, me baje en la estación más cercana a mi casa y volé hacia ella. Abrí la puerta de la reja, salte sobre la segunda, que da acceso a mi vivienda, y mis llaves cayeron al suelo y las tomó mi perro, al que golpeé enseguida para que las soltara; hoy no tenía paciencia para nadie. La abrí y desesperado fui al segundo piso y moví hacia un lado las cortinas y las ventanas de corredera de mi pieza para ventilarla y evacuar aquel aire bizarro. Llegué angustiado al baño y vomité. De pura rabia grite -¡Vieja de mierda! -, grito que percibió mi vecina y que pensó que iba dirigida a ella, pues estaba robándose las flores del jardín de mi madre. Ella me gritó desde afuera – ¡Quédate callado, pendejo insolente! -. Aquel sería un asunto para arreglar otro día.

Después de esto decidí tomar una siesta, tanto para conciliar el sueño como para relajarme. Desperté a las 8:30 PM, dormí 6 horas. No me costo quedarme dormido. Baje a prepararme una comida y aquí estoy, terminando de escribir mientras como un rico plato de fideos con salsa. Mañana será un nuevo día.

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Por Liniers

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Alberto Montt